2008/04/08

Que la vida no es medida, ni porvenir

...A vivir! A vivir!
Que este mundo es un segundo

del devenir....

¡A vivir!"
...cantaba Aute (a veces sólo dice, pero esa la cantaba, y con ganas), ese viejo que sueña ser lascivo y perverso como Ferré o Cohen, pero se queda en melancólico, como su maestro el joven Moustaki, o su coetáneo James Taylor.

Jóvenes, viejos... de eso hemos hablado hoy en la tertulia. La vida, esa fracción de energía capaz de imaginar. Hemos discutido sobre la duración de la vida. Yo estoy con los que afirman que el ser humano no tiene un límite establecido (ni por Dios, ni por Natura), frente a quienes consideran infranqueable por la especie (se supone que sin mutación previa, claro, con lo que ya sería otra especie) la hora final fijada en el reloj biológico. Si nuestro organismo no fuese capaz de ampliar indefinitidamente su durabilidad, el incremento de la esperanza de vida (la duración media de la vida de la especie) no sería factible. Y el hecho cierto es a) que casi todos los supuestos longevos anteriores al siglo XX en realidad eran errores o estafas, y b) cada "hombre más viejo" que se descubre, ahora con datos cada vez más fidedignos, es más viejo que el anterior. Por lo demás, si cada nuevo homínido, en la cadena evolutiva ha venido alargando esa duración potencial máxima, ¿por qué creer que eso se ha producido a saltos, y no justamente de forma gradual y evolutiva, fruto de la interacción de cada nueva especie con el entorno?.


Me copypego a mí mismo..., en una reflexión de hace unos años que aún no está ¿vieja? :)

"Pero la senectud es relativa, y hoy sabemos que no se corresponde de forma automática con la edad. Las teorías biológicas más aceptadas hablan de la existencia de una especie de reloj genético interno, que determina en qué momento comienza la senectud, desencadenando una serie de cambios intracelulares, relacionados con: la capacidad de duplicación de las células, aberraciones cromosómicas, acumulación de restos metabólicos y lo que algunos biólogos ya denominan errores en la programación, cambios endrocrinos provocados por los cambios programados en el sistema nervioso central... En suma, la máquina empieza a fallar, pero eso es algo que siempre hemos sabido: que los organismos vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren.

¿Qué sentido tiene, y sobre todo qué interés, hablar de relojes biológicos o genéticos?. Es muy importante, porque estamos en la sociedad de la obsolescencia planificada; algo que podemos entender en un sentido crítico, como hicimos los ecologistas hace más de dos décadas, o podemos hacerlo en sentido creativo, en la medida en que tenemos la capacidad de ampliar o reducir, a voluntad, la durabilidad de las manufacturas. En este sentido, el paradigma del reloj genético significa que, en la medida en que avancemos en el conocimiento del material genético humano, seremos capaces de llegar a modificar su programación. Ahora mismo se investiga en esta dirección, y hay quien se atreve a barajar la hipótesis, a un plazo de quince o veinte años, de la programación de vidas que duren hasta 140 años.


No debemos admirarnos demasiado. Entre el Homo Habilis, que vivió hace 1,5 millones de años, y el Homo Erectus Pekinensis, que vivió hace unos 200.000 años, la esperanza máxima de vida se ha calculado que pasó de menos de 60 años a algo menos de 80.
Es decir, se necesitaron 1,2 millones de años de evolución para obtener un incremento de veinte años en la vida que un hombre podía llegar a vivir. El siguiente salto se produjo con el Hombre de Neanderthal: en menos de 0,2 millones de años se obtuvo un nuevo incremento de veinte años. Pero es que en los últimos cincuenta mil años hemos conseguido un nuevo incremento, mucho mayor. En la actualidad la cantidad de años que una persona puede llegar a vivir como máximo oscila entre los 115 y los 125 (más adelante haremos referencia a la esperanza de vida, que es un indicador distinto). ¿En qué momento seremos conscientes de que se ha producido un nuevo salto?.

Por supuesto, tenemos indicadores que nos muestran que la frecuencia de aparición de la principal causa de la mortalidad en los países desarrollados, el cáncer, guarda una estrecha correlación con la edad, como se muestra en el siguiente gráfico, que aunque corresponde a los Estados Unidos puede servirnos de referencia.

Pero a la vez, esos datos nos muestran que, superado un determinado umbral de senectud, las tasas de cáncer, y sobre todo de cánceres con pronóstico de muerte, descienden.


Del mismo modo, observamos cómo de hecho a partir de los 40 años empiezan a hacer su aparición, de forma significativa, este tipo de dolencias. Por otra parte, los hábitos de vida ultrasedentarios, los hábitos alimenticios, el efecto de drogas (legales o ilegales) y otro tipo de productos tóxicos, promueven un estado general en muchas personas, a partir de esa edad, que bien podemos asimilar a la senectud, pues se reduce ostensiblemente la capacidad física y aumenta la vulnerabilidad frente a la enfermedad. Si descontamos ciertos achaques mecánicos, me atrevería a lanzar la hipótesis de que la capacidad física de aquellas personas de mi generación que no han seguido la senda del culto al cuerpo es inferior a la de los supervivientes de la generación de nuestros padres, que han pasado la selectividad de una guerra, una posguerra y una vida de intenso trabajo físico.


Por supuesto, el envejecimiento biológico no guarda necesariamente una correlación con el envejecimiento psicológico, y desde luego no con el envejecimiento como hecho social. La edad, tal y como la concebimos, es una construcción social, y como tal su significación se construye, y reconstruye, en función de categorías sociales y no simplemente biológicas. Si a una persona la definimos como vieja, la trataremos como a tal con independencia de cómo se sienta ella. El hecho de que los sistemas públicos de seguridad social, que se establecieron en los países desarrollados a partir de los años ‘30, fijasen en general la edad de jubilación en los 65 años ha determinado que el desarrollo de políticas sociales dirigidas a los viejos se haya ajustado también a ese límite en lo sucesivo. Por lo demás, esos hechos han permitido disponer de unas fuentes de información específicas para esa población, lo que ha facilitado que la investigación social haya asimilado también el mismo hito.

En suma, consideramos como población vieja, frente a la población joven o adulta, a la que ha cumplido 65 o más años. Pero eso puede cambiar en cualquier momento, si (como veremos más adelante) las sociedades occidentales terminan retrasando la edad de jubilación."


El problema es lo que eso significa, luego. Hemos hablado de los tópicos de la eterna juventud, el culto a la imagen, esas cosas. Por supuesto que -decimos los sociólogos, y yo machaco mucho con eso- la edad es una construcción social; pero sea como sea, el hecho cierto es que hasta hace cien años la gente tendía a morirse biológicamente joven, antes de los 40. Y de ahí me surgía la reflexión que me parece importante, el hilo a seguir... Poco que guardar, por tanto, en esos millones (limitados, en cualquier caso) de neuronas de nuestro cerebro. Uno aprendía a conducir una caballería con un arado romano (algo realmente complicado, no crean) y le servía hasta la muerte. Luego empezó a complicarse: durante la vida de alguien tuvo que aprender a manejar, de pronto, el arado de vertedera. Pero luego fue a peor, y a peor, y a peor (según se mire, claro). El móvil que un individuo de 65 años difícilmente acaba de aprender a hacer funcionar en sus funciones más básicas, dentro de cuatro años será un recuerdo inútil, porque para entonces deberá haber aprendido toda una tecnología nueva. Y así andamos, con una obsolescencia ya no planificada, sino implanificable.

Del mismo modo, el que lograba superar el umbral de la esperanza de vida y hacerse viejo en una sociedad tradicional, acumulaba conocimientos (y con ellos se ganaba el respeto e incluso el poder) sobre un centenar de familias de su tribu, o su clan, o su pueblo, y un centenar a lo sumo de hitos históricos de la propia comunidad (tal año pasó un rey, tal otro nos invadieron, otro hubo crecida del río y nos inundó...). Los dueños del conocimiento en realidad controlaban cuatro datos. Ahora el (se estima) cerebro, con sus (es gracioso el margen: unos hablan de 1, otros de 2, otros de 1.000 terabytes, osea 2,5 discos duros de 400 Gb, pero hay quien afirma que todo lo que hay en un cerebro estándar cabría en un pequeño disco duro de 20Gb).

Creo que la Medicina resolverá definitivamente el desafío del Alzheimer cuando se apliquen al cerebro los conocimientos de la informática. Planteo la hipótesis de que esa enfermedad no es sino un desajuste ambiental frente al impacto informacional al que se debe enfrentar un cerebro ya demasiado lleno de datos. De hecho, las personas no más inteligentes (como torpemente titula este reportaje) sino con un cerebro más entrenado, más habituado al choque informacional, parece ser que presentan menos riesgo de parecer la enfermedad. Este artículo lo explica con más inteligencia: hay una correlación entre nivel de estudios y morbilidad neuronal. Osea que lo que la sabiduría popular intuía, una vez más se confirma: lo que no se usa, se pudre...

Bien... Mientras tanto... ¡A vivir!

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