Durante décadas disfruté de la sección de opinión de los periódicos; pero desde hace unos lustros, que empiezan a ser décadas, la opinión es puro cálculo sectario, interbombo o autobombo. Así que, fundamentalmente, me aburre, cuando no me exaspera tras las primeras líneas.
Pero a veces da uno con una buena pieza, y disfruto especialmente cuando no es una de esas que retroalimentan tu ideoego, sino que lo inquietan. Como el artículo "Viejos y nuevos intelectuales", de Benito Arruñada y Victor Lapuente, publicado hace casi dos meses pero en el que he dado hoy por casualidad. en cierto modo, contra el espejo, me ha ayudado a entender por qué siempre me he sentido un poco culpable por admirar a Joaquín Costa y sus en muchos sentidos geniales visiones, consciente de que miraba hacia otro lado ante sus peligrosas derivaciones; o por qué me ha chirriado siempre mi positiva valoración del discurso político de Ortega.
Y es que efectivamente, como en el artículo claman, los intelectuales pueden (o podemos, en minúscula) ser, en un momento dado, uno de "los males de la patria" justamente cuando se proponen salvarla. La tesis de Arruñada y Lapuente es sumamente interesante. E inquietante, claro, porque podría entenderse como una defensa del quietismo.
También es verdad, me digo a mí mismo en mi propio descargo, que mi admiración por Costa y Ortega se han centrado casi exclusivamente en sus aportaciones protosociológicas, desde presupuestos casi antitéticos.
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