... es a menudo fuente, luego, del orgullo... paterno. Pero también de la melancolía. Oía yo a los músicos y cantantes lamentarse, hace años, de programas como Operación Triunfo, un insulto a los años de esfuerzo. Los entendía, pero no por ello dejaba de ser consciente de que quizás son productos necesarios, en la sociedad de masas, para que justamente las masas del pan y circo dispongan además del Manolo Escobar, El Fari, el Bisbal que cante sus alegrías. Pero claro, no me tocaba de cerca.
Ayer entendí plenamente el asco mediático de aquellos artistas que criticaban el modelo OT.
Que las bailarinas españolas deban dedicar toda una vida a prepararse primero en clásico, luego en contemporáneo, para finalmente trabajar (y agradecidas si lo consiguen) como submileuristas en las escasísimas, infraayudadas y malcontratadas compañías de ballet españolas, y luego el foco televisivo las ilumine porque van a enseñarle una coreografía a la estrella del reality show de turno, es triste. Y tiene difícil arreglo, por una razón muy simple: la High Cult apenas arrastra votos. Si Sabina se pone el dedo sobre la ceja, es fácil que subliminalmente convenza a algún gamberrete que sólo lee a Pérez Reverte y los católogos de motos; pero si lo hace Victor Ullate, ¿a cuántos puede arrastrar?.
Osea... Que el otro día los del reality show Fama llevaron a la que parece ser su estrella, una tal Lorena (la rubia, claro), a que Carmen Roche le diese una clasecita de ballet. Y luego Ana, mi hija, le enseñó una preciosa coreografía que ella misma baila en Cenicienta, y se fueron a bailarla con otros bailarines de la Compañía al plató del programa. Ay, mi niña...
Ese es el único amour fou que permanece incondicional: el que ofrecemos a nuestros hijos. ¿O es a nosotros mismos en ellos?
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