2007/06/21

Salvador: el hedor de la muerte

Vuelta al pasado, de nuevo. Durante meses me he resistido a ver la película sobre Salvador Puig Antich. No sabría decir por qué. Algunos trailers, comentarios, Llach (sublime, claro) en la banda sonora, me hacían temer un panfleto nacionalista. Y no es así. No es una película nacionalista (si dejamos a un lado el hecho de que el catalán esté presente con una intensidad que para nada en la Barcelona del 73, lo que me ha hecho perderme algún diálogo quizás importante, porque uno ya no está entrenado).
Cinematográficamente es una buena película, que quiere parecerse al cine más caro de Hollywood. Efectivamente no termina de expresar claramente qué es lo que quiere contar, como dice Joan de Sagarra, porque ni los propios guionistas ni el director seguramente eran conscientes de que lo único claro en esa historia caótica y absurda es el asco ante la pena de muerte, con independencia de todo lo demás. Lo que algunos han criticado como excesivo tiempo dedicado a la ejecución hace que lo que eso significa se te vaya metiendo en el alma, sintiendo el hedor de la muerte sucia, de la muerte más sucia que existe: la legal.
Los progres de entonces, la gauche divine que por la noche tomaba copas en Bocaccio y por el día atendía a sus negocios de comunicación (volver al artículo de Segarra), y que ha terminado siendo lo que en el fondo era, se autoflagelan ahora por si hubo más o menos gente en la calle, en defensa de la causa de Puig Antich.
Pero es que realmente el pueblo es sabio. Porque gente sí que había. No cuatro gatos, sino cuatro gilipollas. Yo era uno de ellos: yo me pasé la noche, a mis estúpidos 17, encerrado en una iglesia, puede que en San Andrés (no lo recuerdo exactamente, como tampoco recuerdo el día exacto, si fue antes, durante o después), en vela, en lucha... No recuerdo tampoco quién me llevó allí. Puede que el misterioso oficinista de La Meridiana, la gasolinera en la que yo vivía y trabajaba por las mañanas (creo que estudiaba económicas, iba en Vespa y olía a clandestino); o puede que me llevase, es más probable, alguien de la Facultad; o quizás llegué solo, deambulando por ahí. Sí recuerdo que en aquel encierro ví por primera vez Acorazado Potenkim, y que al salir nos hostiaron un poco, faltaría más. Y digo que éramos cuatro gilipollas porque lo sé ahora, cuando he conocido la historia de ese picha brava fascinado seguramente no por Kropotkin, sino por Robert Redford en Dos hombres y un destino. Porque el dichoso MIL no era, obviamente, sino una pandilla de cuatreros. Seguramente si el leit motiv de la movilización hubiese sido "no a la pena de muerte", en lugar de "sí a Puig Antich" los movilizadores hubiesen encontrado mucho más eco popular. Y quién sabe...
El caso es que yo, 33 años después, al ver la película me sentía en cierto modo estafado a posteriori. Sólo en cierto modo, porque valía la pena el encierro, cualquier acción no violenta, para luchar contra una dictadura ya no feroz pero sí temible. Porque hubiese valido para evitar una pena de muerte, la pena de muerte. Pero no para convertir en mártir a quien no lo era...
En este sentido, la película pone las cosas tan claras (a quien no lleve anteojeras, claro), que no me extraña que los sucesores (no sé si herederos) de aquellos aventureros se hayan rebotado tanto, y que algunos de ellos hasta se suban por las paredes.
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Eso sí, he echado en falta algunos datos. Sobre todo, teniendo en cuenta la sobresaturación que tenemos de nuevo (esta vez con ocasión del 30 aniversario de las primeras elecciones democráticas, otra vez con la Prego y su manipuladora serie hasta en la sopa) en las últimas semanas de memoria desmemoriada. Me hubiese gustado oir nombrar siquiera algunos nombres, de ministros de ese gobierno que se niega a darle el indulto, es decir que confirman la pena de muerte: Fraga, Suárez, Martin Villa (que ahora viene a resultar, convertido en gran empresario por la gracia del Tesoro Público, un paladín de la democracia). Pero una película sólo es una película... ¿no?

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