Ya perdí definitivamente el hilo del periplo americano. Pero no quiero dejar en el olvido, ahora que encuentro un minirato para dedicarle a esto, algunos detalles que me impactaron de mi paso por Montevideo, en donde tuve encuentros sumamente interesantes.
Mi primer recuerdo, lamentable, es para el hotel. Un pijoyanqui Hotel Four Points de Sheraton en el que los precios (carísimos, aunque a mí me salió a un precio razonable a través de la agencia) estaban en dólares, sin respeto alguno para el país en que se asientan, y el servicio no estaba a la altura del precio. Un fallo en su sistema de reservas me obligó a llamar a mi agencia para resolver el asunto (llamada que me cargaron al salir, con el tiempo justo para llegar al aeropuerto, osea que sin tiempo para montarles el pollo que merecían). Se lo aseguro, evítenlo: a las 5 de la mañana hora local uno de esos herrumbrosos, viejos y ruidosos camiones norteamericanos que circulan por Uruguay se para un rato a descargar ante la puerta del hotel, y despiertan a cuantos tengan la ventana hacia la calle. La conexión a Internet, 15 dólares diarios (afortunadamente Montevideo está lleno de cibercafés casi gratuitos para un europeo). Y el desayuno vulgar y desproporcionado al precio. Eso me pasa por no buscar un hotel de cadenas europeas (ví sobre el terreno al menos de Ibis y NH), que no tendrán esas camas King para vacas americanas, pero saben tratar a los viajeros.
Por lo demás, la estancia de 24 horas en Uruguay fue de lo más intensa. Pasé en barco desde Buenos Aires a Colonia, y luego en un desvencijado (pero comodísimo, con asientos como sillones de cuarto de estar) autobús llegué a Montevideo. Por el camino me impactó la sequía (ya sabía de ella desde Argentina), las vacas y caballos raquíticos. Pero sobre todo me impactaron los casi diez kilómetros de villamiseria a las puertas de la ciudad.
Naturalmente, como siempre cuando hay mucha carencia, brilla la imaginación, y las cosas se reciclan, y duran, y duran… A medida que me acercaba me parecía estar entrando en la Cuba que conocemos de documentales y películas.
Así que de Montevideo no hay que echar miradas de conjunto, porque son deprimentes. Hay que centrarse en los detalles (claro, sí, Benedetti). Como esta ocurrencia de colocar esa cuando menos curiosa llamada al uso del condón, junto a otro anuncio… de lubricantes.
O esas masas de trabajadores manuales (no casualmente, la mayoría negros) que hace años que no vemos en las ciudades europeas, que semejan trabajadores de un penal.
Pero sobre todo son los detalles arquitectónicos los que me engancharon en mi paseo. Las cúpulas neoclásicas y modernistas, algunos perfiles…
Contrastes a veces interesantes, al menos para el ojo inquieto… Uno de los tics a través de los cuales se expresa mi rústico aprecio por la ciudad burguesa es que cualquier hito planificado e inspirado en el clasicismo me engancha.
Y me enganchan los edificios públicos, especialmente cuando quien los diseñó se esforzó, más que en transmitir Poder, en transmitir la idea de res pública (vale, aunque sea falsa).
Sin embargo, el edificio más famoso de la ciudad me pareció una horterada. Se nota que era italiano el arquitecto, y ciertamente tiene algunas de esas que llaman, soluciones atrevidas para la época. Pero lo más atrevido fue construirlo y quedarse tan pancho (no, tan pancho no, que hizo dos casi iguales). Seguro que antes le dieron con el proyecto en las narices en Nueva York. Eso sí, divertido lo es… Uno espera ver salir a Totó haciendo el payaso por una de sus ventanas.
No tuve tiempo de ver el museo de Torres García, aunque entré al hall-librería, y luego pude ver su impronta en otros detalles urbanos.
Y esta es la prueba de que estuve allí… si es que alguien sabe en qué calle está esa floristería
Para que se hagan idea, está justo enfrente de un edificio en el que se han andado sin tonterías: el edificio Febo. Osea, e-febo. No quise averiguar qué tipo de negocios había en él.
Hay más detalles, claro. Pero para muestra un botón.
“¿Y todo eso en 24 horas?. Pues poco te habrá aprovechado” -dirían quienes viajan por placer, o sea quienes consumen viajes. No, todo eso no; mucho más. La misma tarde en que llegué tuve el tiempo justo de comer y encontrar luego el local de Nueva Acrópolis (sí, eso he escrito), regido por una simpática extremeña, Victoria, quien me lo había ofrecido para hacer la reunión con los emigrantes extremeños que el cónsul general adjunto, José Antonio Ruiz de Casas, había podido localizar días atrás (luego no tuve tiempo ni de pasarme a agradecerle personalmente el esfuerzo). Victoria me ayudó además a localizar a quienes nos faltaban… y creo que les dejé sin reservas de agua fría en el local, con tanto trajín y la calor pegajosa del verano de Montevideo me sentía secarme por momentos.
La reunión no fue muy fructífera (aunque quién sabe si no acabarán montando una asociación) cara a la investigación, pero deparó momentos curiosísimos, como la aparición de un adolescente que venía como “extremeño” porque su padre (gallego) había pasado una temporada en Cáceres con su madre venezolana, y allí nació el muchacho. Pero él no lo sabía… ni parecía interesarle. Como figuraba como nacido en Extremadura, estaba en la lista, pero le daba igual no saber dónde había nacido; su obsesión era conseguir un viaje gratis para ir a ver jugar al Real Madrid. En serio. Más atención hubo que prestar a la historia de Rafael, llegado él como adolescente a Uruguay, no desde su pueblo de Cáceres sino tras vivir en Cataluña. Se le saltaron las lágrimas unas cuantas veces, y tenía motivos, porque su nostalgia de lo no vivido era enorme. Su mujer, Graciela, es de origen italiano, pero está empeñada en ser española. Amabilísimos, me hicieron una excursión nocturna en coche, me llevaron a cenar a un lugar encantador (aunque tuve que comer la carne ensangrentada a que me había resistido en Buenos Aires, pero lo cierto es que estaba deliciosa… aunque no repetiré; también comí otras cosas que no debería, pero que me gustan mucho… una parrillada de esas, vamos) y me colmaron de regalos. Aún tengo pendiente de enviarles un puñado de libros sobre Extremadura que he reunido para ellos (incluida mi guía, claro).
Y por la mañana más, claro. Gracias al infame despertar en el hotel, al ritmo de aquel camión que hubiese hecho las delicias de Loquillo, la mañana me dió mucho de sí, para recorrer el centro histórico, y aún visitar un par de barrios, para hacer sendas entrevistas (¿toda la emigración española a Uruguay es mística?) a dos “emigrantes” que por su edad no habían podido asistir a la reunión. ¿Pero son emigrantes los religiosos? Son al menos unos emigrantes muy particulares, y recojo dos estilos además muy distintos: la aristocrática del sacerdote del Opus que llegó a Montevideo hace medio siglo para montar la prelatura, y la popular de la monjita que recaló en Montevideo hace una par de décadas, como último destino, después de recorrer media América sirviendo en colegios y hospitales. La monja añoraba los caminos de su pueblo. Para el sacerdote Badajoz era sólo una referencia biográfica.
Comida rápida en el mercado de los artesanos, y pitando al aeropuerto. Pero no, aún hay más. Pues aún tuve tiempo de tener una agradable y provechosa charla con el psicólogo Roberto Balaguer, quien me trajo dos libros a cual más interesantes: Internet, un nuevo espacio psicosocial, que pueden leer a través de Goggle Books y La Generación de la Pant@lla. Un desafío a la educación.
Un día en América, puede dar mucho de sí… Para eso, en 24 horas viajé en coche alquilado, en barco, en autobús, tres o cuatro veces en taxi y en avión. No, no ví ningún tren a la vista, o lo habría abordado. Bueno… horas más tarde, en Barajas, tuve que coger el trenecito que conecta las terminales.
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