No niego la creatividad de Jean Nouvel, pero luego están los criterios (gustos) con los que juzgamos el producto de la creación: por ejemplo, estoy seguro de que Barcelona (si es que de una ciudad podemos hablar como de un ente, parece que sí desde que existen las estrategias urbanas) se hartará más pronto que tarde de ver a todas horas, desde todas las esquinas, el supositorio Agbar que busca robar todo el protagonismo a la Sagrada Familia en el skyline barcelonés. Hasta en el cómo se vende (esencial en un arquitecto) es sofisticado. Pero a menudo la sofisticación tecnológica no lo es todo. Por ejemplo, su página web funciona a base de pop ups, y como ya tenemos los navegadores entrenados para rechazarlas, es un auténtico coñazo por lo que seguro que mucha gente, como yo, pasa de visitar sus (en plural) ateliers. Ocurre a quienes traidores a la modernidad pero temerosos de la futilidad de la etiqueta de postmodernos, caen en un hipermodernismo que se reduce a los tecnofastos y el formalismo, eso sí con múltiples adornos discursivos.
Vale mientras sólo se les permita leavantar monolitos. Algunos incluso son bellos a la manera kantiana (la única). Pero esperar que estas cajas registradoras hagan ciudad es ya demasiado. Por eso advertía a los ruralistas el otro día, en mi conferencia en Las Palmas, de no dejar exclusivamente en sus manos la ordenación territorial y el urbanismo. He aquí un flagrante ejemplo de los riesgos:
Por supuesto que no es un anécdota, sino más bien un síntoma. Y por supuesto que tan responsable es el técnico que se cree algo más que un técnico (y por eso no se ocupa de hacer bien todas sus tareas como técnico), como el político que pretende antes vender una imagen que satisfacer una necesidad de sus ciudadanos construyendo una infraestructura funcional.
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