La otra noche, en Sesimbra, propuse ver
El manantial de la doncella, de Ingmar
Bergman. Por supuesto que no está a la altura de
El séptimo sello, certificó luego mi hijo, pero es muy buena. Supongo que esperaba algo tan impactante como la partida de ajedrez con la muerte. Pero el impacto lo tuvo en la mañana siguiente, cuando le comenté que acababa de oir en la radio que, esa noche, en realidad mientras nosotros veíamos su película, Bergman había muerto. Mientras moría, su cine seguía proyectándose, en el salón de una casa cualquiera a decenas de miles de kilómetros... Da cosa, ¿no?
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