2008/03/31

Road movies

Ví anoche Una historia verdadera, una película de David Lynch que sólo parece suya por los ratos que los actores pasan con la mirada como perdida. Tenía reservado el divX para un momento adecuado, porque presentía melancolías, pero anoche la programó el canal público regional y por supuesto que prefería verla en su calidad original.

¿Y por qué comentar una película? Bueno, en un blog ¿por qué no?. Pero es que (además) al verla la mente se me llenó de recuerdos de todo tipo; las sinapsis se volvieron locas por momentos.

Sobre todos esos momentos el escenario, el paisaje de Iowa, los campos de panizo (como se llama a los maizales en mi pueblo); a pesar de su extensión americana, ilógica para mis recuerdos; de sus monstruosas cosechadoras (aunque también son así ahora por aquí, yo aún viví el tiempo de cosechar las mazorcas a mano, aunque enseguida llegaron las Jondere, así como suena, nada de yondier, también a mi pueblo); de ese poblamiento disperso tan distinto del de la Ribera; aún así (puro materialismo cultural no à la Harris, sino directamente geddesiano) sentía ese paisaje, esas gentes, como cercanos. Un ribazo aquí, unas trías de tractor allá, la polvareda de la cosechadora al contraluz acullá, eran muchos los detalles nostálgicos.

Pero la nostalgia se despertó sobre todo porque, curiosamente, la idea de esa película la desarrollamos un día de finales de los '70, veinte años antes de que a Alvin Straight se le ocurriese tamaña aventura. Viajábamos hacia Extremadura a luchar contra el ogro nuclear, supongo que habíamos visto alguna road movie el día anterior, en Madrid, y de hecho estábamos en el curso de una (viajar desde Zaragoza a Extremadura era entonces una auténtica road movie que precisaba de como mínimo dos días de viaje para hacerlo con un mínimo confort), y la imaginación se me disparó proponiendo que escribiésemos un guión sobre un viaje-aventura en tractor. Pero tampoco aquello era en realidad nada nuevo. De hecho, a mi padre ya se le ocurrían esas cosas: de niños nos llevaba alguna vez de excursión al Moncayo precisamente en tractor (ocultos en el remolque, bajo la lona, por si nos paraba la Guardia Civil de Tráfico), porque no tenía otro modo de llevarnos. Eran menos de 50 kms (37,5 según Google Maps), pero era toda una aventura que duraba y duraba...


Recuerdo especialmente un viaje masivo, con mi madre, mi abuela, mi tía, un par de primos, uno de los cuales, Pedro Pablo, era un seminarista finolis (luego un auténtico Travolta) que no hacía más que quejarse y mi hermano, llegamos en el tractor hasta la impresionante cueva de Añón (bueno, ahora la veo en la foto y ya no me parece tan impresionante como lo es en mi recuerdo), a cuya fresquísima sombra hacíamos la lumbre y mi abuela cocinaba la caldereta de cordero.

En fin... Ni yo (que presumía de la imaginación), ni Gaviria (que presumía de leer Cahiers de Cinema y tenía amistad con cineastas) llegamos a hacer ni esa ni ninguna película, obviamente. Aunque yo sí puedo decir que al menos lo intenté con un guión de documental sobre la situación de la mujer (si consigo reducirlo de tamaño lo colgaré por ahí, porque aún tiene cierto interés). Precisamente gracias a las amistades cinematográficas de Mario tuve yo ocasión de conocer una noche, en una discoteca cercana al Santa Bárbara, al gran Rafael Azcona que acaba de dejarnos, yo como un pato en un garaje, rústico repentinamente arrastrado entre las copas más progres de Madrid, y él tremendamente aburrido e irónico.

Eso pasa con ese tipo de películas, que se activan las neuronas más perezosas. Al recordar aquel viaje a Extremadura también me acordé, triste, de aquel chaval, Carlos, el pobre pijino al que su padre enviaba a hacer la revolución aunque fuera pagando y al que nadie tomaba en serio. Volví a encontrarlo unos meses más tarde; tras una noche de marcha me dió refugio en su casa, un enorme piso junto a la Castellana en el que ocultaba sus depresiones solo, porque sus padres estaban muy ocupados, en América o algo así. La siguiente noticia me a las pocas semanas: lo habían encontrado muerto dentro de un coche. Y eso me conectó con otros desaparecidos antes de tiempo, víctimas de las plagas de nuestro tiempo, desde la heroína al SIDA. Mierda de hipermodernidad (que no otra cosa fue la postmodernidad).

Es lo que tienen esas películas, sí.... Porque esa es la vida, y no la que pintan los revolucionarios de salón. Porque pensaba yo, al verla, en el artículo recién ojeado horas antes de Tariq Alí, uno de los antitodo globales oficiales, en el Guardian, sobre la rabia perdida del 68, o algo así. Cuenta la epifanía que tuvieron en su grupo: si los vietnamitas (esos desgraciados, no lo dice así, claro) habían vencido al país más poderoso del planeta, ¿por qué no iban a poder ellos (una élite) con el stablishment inglés?. Y Cohn Bendit con De Gaulle, claro... Pero es especialmente gracioso un párrafo del artículo, en el que este comunista-de-buena-familia-comunista pakistaní educado (faltaría más) en Oxford, nos cuenta cómo él quería ir a hacer la revolución a Paris pero finalmente no fue (le aconsejaron los abogados, cuánta infraestructura) porque si lo hacía podía no cumplir la norma de cinco años residiendo en Gran Bretaña para adquirir la ciudadanía británica, ese terrible stablishment que quería derribar. Así que fue "al año siguiente" (osea, cuando ya no cabía vivir el 68, sino vivir del 68, que es lo que algunos llevan haciendo casi medio siglo) a echarle una mano a Alain Krivine, otro que tal, que termina la revolución y se va a cumplir con sus deberes patrios, osea a hacer la mili (osea, se acabó el recreo). ¡Pero qué listos y prácticos son todos estos revolucionarios de salón! Y se me mezclaban los recuerdos porque de eso me había estado hablando, hace treinta años, en aquella charla entre copas mientras el resto ligaba, Rafael Azcona, que llevaba décadas observándolos en los cafés y luego pubs de Madrid. Mientras los troskistas hacían revoluciones de salón, los pobres tocaban rock.

Y es que las road movies tienen eso... Te van llevando por situaciones inesperadas, giros imprevistos... La estructura y la acción; el azar y la necesidad; la ruta, y los sucesos.

Ah, por cierto... Ya que la cosa va de tractores, aquí les presento el jondere con el que aprendí a conducir, calculo que a eso de los 9 años. En serio: se embragaba con la mano, con una enorme palanca más alta que yo, y también se aceleraba con la mano, con una palanca junto al volante; los pies sólo se usaban para frenar, y cuando rara vez hacía falta, saltaba con los dos pies sobre el pedal). Cómo molaba lo de las ruedas delanteras juntas, cómo volaba por los caminos..., cómo me encantaba le nube de polvo que dejaba tras de sí... Claro, no estaba tan repintado como el de la foto; ya debía de tener, cuando lo compró mi padre casi veinte años.


Vaya rollo caótico... Es lo que hay.

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