En una de las sesiones nos encontramos con un montaje de box, descubiertos, en medio de una nave tipo ferial inmensa. Es decir, había que hablar bajito para no molestar a los del box de al lado, que además a su vez molestaban; y prácticamente estábamos a oscuras, apenas iluminadas las cajitas por la iluminación global de la nave. En otra de las sesiones nos encontramos unas 60 personas en una sala con mesas redondas; cada mesa correspondía a una subsesión: es decir, ¡hasta 6 personas, como mínimo, hablando a la vez en la sala!. Alucinante. De las tres comunicaciones que llevábamos, sólo una pudo presentarse en una sala de conferencias digna de tal nombre. El lugar en sí de celebración, Yokohama, es una nada en medio de la nada, un mall junto a un puerto y a casi una hora de Tokyo entre pitos y flautas. Y, teniendo en cuenta el pastón de la inscripción, no hablemos ya de la cutrebolsa, inútil hasta como bolsa de la compra por sus dimensiones. De usar y tirar. ¡Coño, qué menos que repartir una bolsa o mochila decente, que las hay por 3 ó 4 euros, que la puedas usar (o tu hijo) siquiera unos meses!. Osea que, como congreso, perfectamente olvidable.
También es verdad es que a mí me pillaba a traspié. Agotado del periplo colombiano, sobre todo por mis cada vez más inútiles brazos, fruto de una gestión nefasta de un túnel carpiano (a veces los buenos cirujanos son pésimos médicos). En realidad, sin ganas de ir, pero la dichosa competitividad manda, y hay que darle puntos al grupo... Osea, que aunque también yo aparezco sonriente en el aropuerto de Osaka después de un viaje de dos días, de los cuales 4 horas conduciendo, unas 3 horas corriendo por aeropuertos y 16 horas volando, ni pizca de ganas. Feliz por haber terminado la primera fase del palizón de viaje.
Realmente, de no ser por razones profesionales, como es la que nos ha llevado allí, en la vida se me hubiera ocurrido ir a Japón. No el último, por supuesto, pero estaría entre los últimos de mis posibles destinos turísticos, si es que tuviese destinos turísticos (pues sólo viajo por razones de trabajo, aunque procuro que todos mis viajes resulten placenteros, y casi todos lo son por unas u otras razones). Dar la vuelta al mundo para ir a China no me importaría. O conocer Corea del Norte, ese absurdo anacrónico, antes de que colapse. De sobrar tiempo y dinero, incluso como simple turismo. Pero Japón nunca habría pasado por mi mente de no ser por razones profesionales.
No obstante, y ya puestos, cuando se planificó me resultaba atractivo darme una vuelta por el entorno social de Fukushima, por ejemplo; aunque luego finalmente no fuese posible, pues habría que haber dividido el grupo y por esos mundos es mejor no dispersarse. Así que para el tiempo libre optamos por hitos más turísticos. Ha sido uno de los problemas del viaje, y por lo que no hago turismo per se; porque quieras que no, terminas agotándote persiguiendo alcanzar cuandos más hitos, mejor. Puro estajanovismo visual que al final convierte cualquier viaje en gazpacho difícil de recordar en sus componentes. Pero la conversión del viajar en hacer turismo significa eso: hace siglo y medio un viajero podía pasarse seis meses por un país y no haber visto los hitos (la mayoría mistificaciones, puras reconstrucciones al gusto y sin su función) que hoy, un turista, acumula (más que ve) en una semana. Así, cuando viajas (por trabajo, por ver a alguien, por estar con alguien...) terminas visitando muchas cosas también, muchas de ellas sin valor de cambio turístico alguno, pero todas ellas con mucho más valor de uso. Es lo que las hace inolvidables.
Por supuesto, todo viaje, por poco apetecible que sea, por poco dispuesto física o mentalmente que te coja, te aporta cosas, te enriquece. Han sido unos pocos detalles. Uno de ellos es la sensación de seguridad que se destila, y que he percibido a través de tres momentos. El último del que fuí consciente, al repasar las fotografías, es el de la escasez de policía en las callles. Tan escasa es su presencia, que creo que no aparecen en ninguna de las fotografías del viaje, salvo en el entorno del Palacio Imperial.
Pero sin duda el que más nos llamó la atención es la tranquilidad con que niños de primaria (los japoneses son en promedio algo más bajos que nosotros, incluso más bajos que yo, con lo que calcular la edad de las niñas se nos hizo difícil, pero desde luego no llegaban a los diez años ni por los gestos, ni por el atuendo). Digo niños, cuando en realidad lo único que vimos fue niñas (supongo que por casualidad, no creo que estén practicando los japoneses algún tipo de selección). Bien, niñas viajando solas por en medio de la ciudad, moviéndose como pez en el agua por el metro, a veces en estaciones como la Shinjuku, por la que pasan unos cuatro millones de personas diariamente, que cuenta con 200 salidas y en la que perderse (nos ocurrió en más de una ocasión) es fácil.
Por cierto, que a mí me pareció que, teniendo en cuenta que además nos hemos movido por espacios centrales de las ciudades (no hemos conocido barrios obreros o espacios marginales), había muchos niños, muchos carritos (y sobre todo mochilas). Es cierto que es una sensación que sólo tuve yo, y que el resto de los compañeros de la misión no compartían, y hay razones para no compartirlo: más allá de la literatura massmediática sobre la abstención sexual que se extendería como una plaga, hay una tendencia secular dramática a la caída de la natalidad, que está ya a punto de descender del 8 por 1000, como en Alemania. ¿Por qué entonces me parecieron tantos? ¿Se concentran los nacimientos en los espacios centrales de las ciudades?. Un asunto curioso.
El reverso de una sociedad con tan bajas tasas de natalidad pero opulenta es el envejecimiento de la población. Y eso era especialmente evidente. Pero además su omnipresencia también me pareció signo de una sociedad segura. En España, muchos ancianos que podrían valerse aunque con ciertas dificultades para moverse, no se atreven a hacerlo en las grandes ciudades, simplemente por miedo. Sin embargo, en Japón se ven, de nuevo moviéndose con total soltura por metros y atestadas estaciones, a numerosos ancianos MUY mayores. Ancianos muy bien conservados, exquisitamente cuidados, a menudo coquetos.
Por cierto que en esa foto podemos ver otro de los aspectos que nos llamó a todos la atención: la cantidad de gente que va dormida en trenes y metros. No al amanecer, como puede ocurrir en cualquier ciudad occidental cuando la gente va al trabajo, sino a cualquier hora del día. Volveremos a ello.
Y el tercer detalle expresivo, a priori, del nivel de seguridad de esa sociedad, es la escasez de iluminación en las calles. Japón está iluminado como lo estaban los pueblos españoles (ya no las ciudades) en los años '60. No sé si forma parte de su tradición lumínica, es un proceso de reciente adaptación a la escasez de energía fruto de la paralización de buena parte del parque nuclear, o simplemente una adaptación hacia una iluminación urbana más sostenible y lumínicamente menos contaminante.
La foto tiene truco, porque está tomada en el barrio de las geishas de Kyoto, el cual mantiene todo el sabor tradicional (y el uso tradicional). Pero, salvo las calles fuertemente comerciales (en las que los neones de los anuncios son quienes aportan iluminación), la generalidad de las calles están en una semioscuridad.
Bueno... Esos tres son detalles que nos permiten pensar en el nivel de seguridad y tranquilidad con que se mueve la gente. En casi diez días no hemos visto ni una pelea en el metro, ni una discusión en una tienda. Es improbable pasar diez días en Estados Unidos sin ver una persecución policial, una pelea o incluso un asesinato; desde luego imposible pasar diez días en España sin ver una pelea nocturna, o una bronca diurna. Es, por supuesto, una impresión subjetiva y extremadamente limitada.
También ha sido posible ver el directo la expresión del culto al trabajo que marcaría el modo de producción japonés, exportado como toyotismo para desgracia de los obreros de Occidente. Por supuesto que no hay días de fiesta ni para el comercio ni para casi ninguna actividad: en cualquier día de la semana es posible ver a miles de trabajadores del terciario y del cuaternario (todos uniformados, para el verano, con el pantalón negro, la camisa blanca y un portafolios casposo). Pero sobre todo es impresionante ver cómo, en el metro, no es posible percibir ni el principio ni el fin de la jornada. Parece que no acaba nunca, porque ves a esos clones con su pantalón negro y su camisa blanca circulando con determinación a cualquier hora del día... hasta la medianoche.
Hacía referencia, al comentar la foto de los abuelos, al gran número de personas que podemos ver dormidas (realmente dormidas, profundamente dormidas, y se despiertan justo cuando suena el aviso de su estación) en el metro.
Claro, así no tienen luego problemas en dormir profundamente en cualquier sitio. Mientras que los pocos occidentales que viajábamos desde Paris en el vuelo de Air France hablábamos, reíamos, veíamos películas, leíamos, nos levantábamos, paseábamos por el avión, hartos de tantas horas de vuelo, de la incomodidad de los asientos, los japoneses (como el 90% del pasaje) estaban sentados plácidamente, formalmente, ordenadamente, durmiendo.
Decía que unos metros impolutos... en unas ciudades impolutas. La limpieza es, en mi opinión, uno de los mayores indicativos de al menos dos componentes del sistema de valores de una sociedad: de una parte del valor que se otorga al trabajo, y de otra parte del nivel de autoexigencia moral. Para bien, y para mal. Y metros y calles en Japón están limpísimos, a cualquier hora del día o de la noche. Pero además es muy difícil encontrar una papelera; es decir, que son limpias porque se limpia, pero sobre todo porque sus gentes no ensucian.
Y de nuevo volviendo a los abuelos, también nos encontramos con ellos al hablar del culto (o necesidad, cuando las pensiones de determinados sectores, como los trabajadores autónomos, no alcanzan a un mínimo digno, como pronto ocurrirá en España para buena parte de los pensionistas) con muchos mayores trabajando. Al frente de puestos de venta, pero también con su uniforme de empleado y su portafolios en los metros, o como el taxista que nos llevó al aeropuerto, que debía de rozar los 70, en un coche de los '70 (sobre los -etnocéntricamente hablando, claro- ridículos taxis japoneses, eso sí impolutos como todo, supongo que está todo dicho por ahí).
Pero si hubo una manifestación del culto al trabajo que nos impactó fue encontrarnos, en pleno centro de Tokyo, en los jardines exteriores del Palacio Imperial, con uno de esos actos de reparto de medallitas y premios a los trabajadores, de alguna gran empresa o más probablemente del Ayuntamiento u otro organismo público, por la diversidad de uniformes que se veían.
La verdad es que los de la primera foto sobretodo nos recuerdan esas imágenes de los campos de concentración que el cine ha grabado en nuestra memoria.
Un parque que invitaba a todo, menos a estar en formación aplaudiendo las rituales palabras del jefe (pero no había nadie, a media tarde).
Por supuesto, sin fumar (aunque en donde pueden, fuman como locos: hay máquinas de tabaco casi en cada portal; no sé cómo consiguen esa esperanza de vida).
Tal es el culto al trabajo, que hasta el poco tiempo de ocio que tienen lo dedican muchos millones de japoneses a perderlo con auténtica eficiencia productiva. Su más elevada expresión es, sin duda, el Pachinko, un estúpido juego al que son adictos millones de personas. En realidad una variación de las máquinas del millón en el que todo queda al azar.
Quien quiera conocer la absurda dinámica del juego, puede verlo aquí. Y el ambiente de las salas está muy bien reflejado en este video ajeno. Nosotros quedamos tan alucinados al entrar en la sala que no fuí capaz de sostener la cámara en posición, por lo que el vídeo sólo grabó el sonido y el suelo. Bueno, el sonido en sí mismo es un documento impresionante; es un sonido a un volumen insoportable durante más de cinco o diez minutos, pero ellos permanecen horas. ¿Está todo tan controlado, tan previsto, tan atado, que el azar forma parte de sus sueños de libertad?. Desde luego el grado de alienación debe ser superior, y el etontamiento por la bola de rumbo aleatorio es una vía de escape para quien no puede enfrentarse al curso y el orden de la vida. Es una pena no haber estado el tiempo suficiente, y en los lugares suficientes, como para percibir además signos de este proceso, de gran interés sociológico porque es una expresión de las consecuencias del cambio de posiciones en la dialéctica de poder de género, que es el de los llamados "hombres herbívoros". Algo estrechamente relacionado, obviamente, con esa acelerada caída de la natalidad, y que aunque los medios intenten hacernos pensar lo contrario, está ya también presente en las sociedades occidentales.
Seguridad, envejecimiento, limpieza, culto al trabajo y productividad, vidas asexudas... Ah, claro, se me olvidaba. Y la bicicleta, omnipresente. Desde bebés (pues abundan las madres, sí dije madres, pues se ven pocos hombres con los niños a cuestas, que llevan a los bebés en sillas o incluso en carritos en la bicicleta) hasta ancianos muy ancianos, y también por el centro de las ciudades. En Kyoto nos llamó la atención cómo todos los bloques de viviendas tenían en el bajo un parking de bicicletas, y no hay como han aparecido en España en los últimos años, puestos de alquiler de bicicletas, sino parkings especializados.
Son especialmente importantes en las estaciones de los pueblos de las conurbaciones
Tan presente está la bicicleta (sin engañarnos: sigue siendo un sistema de transporte minoritario en cuanto a volumen de desplazamientos, aunque utilizado por la mayoría de la población) que es preciso ponerle freno en algunos espacios. Pues ciertamente los ciclistas son incluso agresivos con los peatones (los carriles bici han supuesto en Japón la "expropiación" a los peatones, no a los coches, pues se ubican en las aceras, y cuando no hay carril bici, los ciclistas utilizan las aceras, no la vía).
El peatón, tan abundante, está en general muy mal tratado. Al acoso que a menudo sufren por parte de los ciclistas (el único conflicto que he visto en mis días de Japón fue entre un ciclista y un peatón, atropellado; al que el ciclista inicialmente pide disculpas, pero al seguir quejándose el peatón, pasa a convertirse en un auténtico samurai que nada tiene que envidiar al más aguerrido conductor de coche; además de haberle casi atropellado, terminó escupiéndole) se une un auténtico desprecio por parte de los ingenieros que diseñan el ritmo de los semáforos, los accesos a metros, etc. Lo que nos permite ver, en una sociedad de seres sumisos a la Autoridad, situaciones que en España no se soportarían (creo que a ese nivel, ni en Alemania): cientos de peatones martirizados al sol durante casi diez minutos en un semáforo de una gran avenida por la que no circulaba en ese momento casi ningún coche. Nadie (salvo los españoles) se atreve a cruzar la calle con el semáforo de peatones en rojo, aunque no haya tráfico rodado, aunque caiga un sol de muerte, o llueva a chuzos.
Más aspectos interesantes... Bueno, me llamó la atención la abundante presencia de huertos periurbanos en la conurbación de Osaka-Kyoto. Es fácil verlos junto a bloques de vivienda o de parking, y por el tamaño algunos tienen la apariencia de ser explotaciones comerciales, no pequeños huertos de autoconsumo. En una sociedad tan tecnologizada e industrializada, han sabido conservar entre tejido periurbano.
Me llamó la atención (bueno, no me llamó la atención: es la lógica de la agricultura moderna) el monocultivo, allí por donde viajamos. Obviamente quedan pocos agricultores, y como aquí van a lo más mecanizado y seguro.
A veces, en medio de los campos aparecen pequeños cementerios de aldea.
Pero también la pervivencia, paradojas siempre, de chucherías tradicionales en una megalópolis tan altamente tecnificada como Tokio. Sería impensable ver a niños, en el centro de Madrid, chupando regaliz de palo, o simplemente pepinillos, esas antiguallas.
Un conservadurismo que incluso reverdece por momentos, pues vemos numerosas jóvenes vestidas a la manera tradicional. Hay llamadas de atención (como las hay en la parte occidental de la Urbe Global) sobre el regreso a formas de relación entre chicos y chicas que hacen retroceder casi medio siglo las relaciones de género. El kimono vuelve a ser, entre las jóvenes, algo más que un producto para el turismo. ¿Es sólo enfermedad identitaria, o es algo más profundo, y aún más peligroso que lo identitario?.
Por supuesto que las tiendas de trajes regionales podemos verlas en cualquier ciudad europea (por cierto, que estos trajes típicos de una tienda de Tokio me recordaban especialmente a los de baturro aragoneses, o los de huertanos de Valencia o Murcia, con cachirulo y manta incluidos).
Rasgos, casi todos los que hemos visto, de una sociedad opulenta, además de disciplinada.
Pero entonces, ¿qué pintan esos sin techo que habitan en pleno centro, junto al poder metropolitano? No visitamos barrios periféricos; aunque nos despistamos una noche en un tren de cercanías, y acabamos a 70 kms de Tokio (con una vuelta accidentada que incluyó 120 euros de taxi), en zona obrera, era de noche, muy tarde, y no vimos nada. Eso sí, a esa distancia, y a esas horas de la noche, el aspecto tanto de quienes llegaban del trabajo, como de quienes obviamente iban a iniciar entonces su jornada, era muy distinto del que veníamos viendo por el centro de Kyoto y luego de Tokio: esos sí que eran clase obrera manual pura y dura. Pero junto al hotel en que nos alojamos en Tokio está el Gobierno Metropolitano de Tokio (una metrópolis, más allá de grande, de estructura muy compleja con supervivencia de elementos medievales). Un edificio impresionante en conjunto, cada una de cuyas torres por separado me recuerdan demasiado al cuerpo principal del Empire State Building.
Es un edificio impresionante, por su enormidad en conjunto, no por la altura, entre los rascacielos de Shinjuku. Aunque está a más de 300 metros de la estación de metro y tren, el acceso es subterráneo desde la propia estación, por un túnel con cientos de metros de aceras mecánicas.
El edificio tiene además un buen mirador, desde el que lo cierto es que no ves otra cosa que masa urbana indiferenciada (no me gusta la arquitectura japonesa contemporánea; es vulgar y anódina, gris como parece ser, visto desde fuera, el tono de sus vidas). De lo que se ve me llama la atención una enorme cubierta vegetal. Por lo demás que puede distinguirse en la estructura del lejano edificio, parece que se trata de una apuesta por la sostenibilidad y clorofilización de la ciudad.
Volveremos luego a ese mirador, como turistas.
Hablaba de la sosa arquitectura . La verdad, creo que no sólo yo (más
En cuanto a los detalles propiamente turísticos.... Pues no sé. Porque en principio la comida no me gusta: no me gusta comer animales crudos bajo ninguna expresión. Apenas consumen fruta (los desayunos, que a diario los hacemos con un enorme plato de fruta variada troceada, había que construirlos en el buffet del hotel a base de ensaladas, eso sí, variadas, para que fuesen al menos vegetales). Supongo que habrá razones ecológicas para ello. Y lo poco que hemos comido de restaurantes lo hemos hecho en más ocasiones en chinos que en japoneses. De forma que nuestro enamorado de Japón (imprescindible en en todo grupo que viaja a ese país), tenía que meterse a comer, él solo, algunas de sus supuestas "exquisiteces", mientras el resto le mirábamos disfrutar.
Pero como tantas veces, cuando sobre un rato iré compeltando esa parte...
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios están moderados para esquivar a los bots de spam, pero estaré encantado de incluir cualquier comentario que quieras hacer. Anímate a aportar tus reflexiones.