Sólo bajo la condición de que es arte (y por tanto sujeto al gusto personal, pero sobre todo al terror de los críticos e historiadores que establecen qué es arte y qué no lo es en base a intereses de lo más variopinto, como demostró Tom Wolfe hace treinta años) es aceptable poner este emplasto en medio de una ciudad basada en la cuadrícula. Como además Oscar Niemeyer era (o es, que este hombre creo que inmortal en todos los sentidos) comunista, o eso dice, pues tenía el marchamo de producto artístico asegurado, por ejemplo en Francia.
Bien... Sea lo que sea, a mí me impresionaban sus obras de hormigón de los 60, incluso de los 70, pero seguir haciendo esas moles, vengan o no a cuento, hasta entrado ya el siglo XXI, me parece un crimen de leso urbanismo. En Le Havre me parece que les metieron un gol bien metido. Pero estas cosas van a gusto del que las ve; es lo único bueno que nos ha dejado la postmodernidad: la libertad de criterio para degustar los productos de la creación humana.
A lo que iba no es a eso... Lo que realmente me llamó la atención (además de la desproporción en el lugar de las moles) fueron dos cosas: la sensación de espacio inútil que tantas veces he visto en este tipo de lugares ( supuestamente atractivos para las masas, pero que las masas rehúyen sistemáticamente salvo cuando no les queda otro remedio, como supongo que ocurrirá en los espectáculos que se celebran dentro), y cómo las nuevas generaciones tarde o temprano le encuentran un uso más interesante. Los que por la mañana trastean en la pista de skipeboard, por la tarde ascienden a las alturas dicen que del volcán (aunque a mí me recuerda más biena una central nuclear).
Y luego están los poetas, claro, que todo lo emborronan para bien
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios están moderados para esquivar a los bots de spam, pero estaré encantado de incluir cualquier comentario que quieras hacer. Anímate a aportar tus reflexiones.