Primero hablamos de uno de esos que los periodistas llaman de alcance: la revuelta de Mirandilla. Ya estamos otra vez con la Extremadura profunda, porque ciertamente los linchamientos, como titula casi toda la prensa nacional, son cosa del Oeste salvaje; aunque desde casa se intente echar mano de la metáfora de Fente Ovejuna, no es el caso porque nadie se ha reelado contra los poderosos, sino contra unos desgraciados. Así que mal asunto. El problema estriba en cómo hacer casar los residuos de ruralidad con una urbanización del mundo que es cultural, pero que implica además,en una sociedad móvil y ubicua, que cualquier pespunte urbano puede llegar al pueblecito: no sólo el emprendedor de turismo rural, sino tambiénla familia desestructurada que en el ghetto urbano pasaría desapercibida. Y el caso es que andaba yo casualmente esta mañana leyendo (en el PDA, claro) a Le Bon (amenísimo, de verdad, aunque desde la Sociología debamos despreciarlo), y realmente hace al caso su Psicología de las Masas y la vulgarización que hace de las teorías de Tarde sobre la sugestión y la imitación, y la rapiña de otras ideas claves de Durkheim. El asunto es muy simple, en cualquier caso: han fallado las instituciones que se encargan de evitar que los instintos gobiernen. No ya las estructuras responsables de la desigualdad que conduce a la desestructuración y la anomia (que también, pr supuesto), sino las que con nombres y apellidos (Ayuntamiento, Guardia Civil, Consejería de Bienestar Social, Juzgados...) deberían haber podido prever esto. Como ocurre tan a menudo, probablemente una de las causas (una más, de verdad, no estoy barriendo para casa) deriva de lo poco que se gasta en el conocer la sociedad.
El segundo tocaba, lógicamente: estamos en Semana Santa (vacaciones de), y el Vaticano anda de marketing con sus nuevos pecados capitales. Encuentro ahora en El País un breve que resume a la perfección todo cuanto he opinado, y con gran economía de medios, así que lo trascribo y punto:
"En la estela de la condena sin paliativos del liberalismo llevada a cabo a mediados del siglo XIX por el Syllabus de Pío IX, el catecismo del padre Astete sólo salvaba a la sección de Bolsa del carácter pecaminoso que tenía para los católicos la lectura de la prensa liberal. La anécdota ilustra bien sobre la relación ambigua que históricamente ha mantenido la Iglesia católica con la riqueza y el dinero. De una parte, predicando la pobreza evangélica como ideal de perfección a sus fieles, e incluso exigiéndola como voto a los miembros de sus órdenes religiosas, y de otra, dando sus jerarcas a menudo muestras de apego a los bienes terrenales y de boato en sus manifestaciones litúrgicas, sin excluir, como se ha sabido en los tiempos más modernos, el riesgo del juego de la Bolsa.
Entre los nuevos pecados capitales a añadir a los siete -soberbia, avaricia, gula, lujuria, ira, pereza y envidia- que sirvieron de hilo argumental a Dante para su Divina Comedia, la Iglesia ha incluido ahora expresamente la afición excesiva a la riqueza -¿cuánto de excesiva?-, además de otros derivados del proceso de globalización y del desarrollo de la ciencia, como el daño al medio ambiente y determinados experimentos biogenéticos.
Nada hay que oponer a que la Iglesia quiera marcar nuevas pautas de conducta a sus fieles, más en consonancia con los tiempos. Pero, si se observa bien, lo que más preocupa a la Iglesia es que sus fieles dejen de pasar por el confesionario, por falta de conciencia de culpa y sentido del pecado. No es anecdótico que quien propone esta nueva lista sea el obispo responsable del Penitenciario Apostólico, el organismo que supervisa la confesión y las indulgencias plenarias, y que lo haga con el expreso propósito de recuperar la práctica de la confesión, en grave retroceso.
A la Iglesia no le preocupa tanto, pues, que sus fieles pequen como que dejen de confesarse, haciendo obsoleto el poder de sus sacerdotes para perdonar los pecados. Si tal cosa ocurriera desaparecería uno de los pilares básicos sobre el que se sustenta su ascendencia y autoridad sobre la grey que pastorea. ¡Bendito pecado!"
Hemos discutido, en cualquier caso, a fondo sobre la funcionalidad, todavía hoy, de la Religión, para mí un residuo que impide la plena realización de la iea de justicia (es decir, un auténtico sistema realmente justo y realmente eficiente). Un residuo del mismo orden que las legitimaciones de la violencia de género, o de la desigualdad de clase. Pero eso era lo tópico, la discusión esperable, y que lógicamente ha salido.
En lo que no hemos profundizado es en lo que a mí me parece capital en la noticia: la conversión del catolicismo, que pasa de religión revelada, a religión positiva, como la que soñaba nuestro tatarabuelo Auguste, y que por tanto establece los pecados en función de la opinión pública. Estupendo. Vamos avanzando. Pero, claro...: si Dios es omnisciente, ¿cómo no se anticipó con el pecado de daño ambiental? Si lo hubiésemos tenido desde el principio, alguno habríamos evitado. No Chernobil, claro, que para eso eran comunistas y ateos. Pero quizás la deforestación de la Amazonía... No sé... Raro, raro...
Y me vuelvo a mi trabajo (como corresponde en unas vacaciones), a mi propuesta. Que aquí estoy perdiendo el tiempo, en vez de estar afinando la metodología y los presupuestos, que mañana termina el plazo para presentar a concurso una propuesta, precisamente de investigación social. Con una convocatoria que incluye condiciones de esas del tipo de "1. Tendrá un mechón caído sobre la oreja izquierda; 2. Cojeará levemente" que sólo inducen a pensar que es un falso concurso, aún así debemos creer en el sistema, y confiar una vez más (aunque sea para comprobar una vez más nuestro error, pero de otro modo el mundo no avanzaría) en la honestidad de los funcionarios públicos.
muy bien....
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