Había estado en Mallorca hace un cuarto de siglo, invitado a unas sesiones de alto nivel teórico organizadas por exquisitos, modernos y comprometidos arquitectos (una especie rara pero de la que vuelven a encontrarse ejemplares). De forma que el recuerdo de la estancia, recorridos, excursiones, imaginarios detectados, era más parecido al que debió de tener Jovellanos (que lógicamente en su destierro también fue acogido por exquisitos y modernos) que al de, pongamos por caso, el señor Ostermann, tornero de Amecke, Alemania.
Pero esta vez, como mero turista (bueno, reduzcamos la carga negativa: como acompañante congresual), el asunto es distinto.
Por supuesto que me ha vuelto a impresionar la adaptación al, y la transformación del territorio en los valles del moro Muza (en la excursión descubro una interesante muestra del nivel cultural que ha producido el nacionalismo en el Estado de las Autonomías, cuando en el autobús una joven guía espontánea, en cualquier caso universitaria, nos explica a los foráneos: "Es que entonces éramos moros. Luego llegó nuestro querido Jaime I y pasamos a ser catalanes"; naturalmente, nunca fueron aragoneses...).
Me ha vuelto a impresionar el liviano atrevimiento de Gaudí mejorando la catedral de Palma con sus aperturas de huecos y sus sofisticados adornos. Gaudí era un creyente, y como los arquitectos medievales proclamaba a través de su fe y su amor a Dios. Y se nota. Todo lo contrario del emplasto, y nunca mejor dicho, de Miquel Barceló, que ha quitado 4 millones de euros de los presupuestos de conservación de ese magnífico monumento, y ha introducido la chabacanería en un santuario gótico hasta niveles que ni siquiera los rococós más infectos se habrían atrevido (y mira que eran atrevidos aquellos macarras). Barceló cree en sí mismo y en el dinero, y en su obra proclama esa fe y ese amor a sí mismo. Y se nota. Los canónigos más respetuosos para con el patrimonio obedientes a su obispo aceptan el emplasto, pero a la manera tradicional se vengan a escondecucas del mercader, poniendo ramos de flores de plástico sobre su obra.
Pero esta vez me he sentido turista, y he visto Guiriland con sus ojos, y los he visto apartando a empujones, con seguridad, con esos hombros como armarios, a los indígenas, en los bares. Y he sufrido el típico barucho orientado al sableo de guiris (por favor, huid especialmente de un cutresitio llamado El cuerno, en el Barrio Húmedo). Y entiendo al que escribía el otro día en El País lamentándose de cómo la población indígena de la ciudad se ha ido apartando poco a poco del escenario urbano, del que los alemanes se han apropiado. Por ejemplo El Abaco, que me mostraron hace un cuarto de siglo como refugio de la ultramodernidad local, y me impactó, me resultó ahora un hito más en las excursiones nocturnas (¡si hasta han tenido que prohibir hacer fotos en el bar!). Claro, de una u otra forma todos viven de eso... ¿Es un precio alto, o bajo?
En cualquier caso, acogedora y agradable Mallorca. Le queda aún mucho que sacar a los alemanes... si los indígenas consiguen seguir siendo ellos mismos para contarlo.
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