Ayer entendí plenamente el asco mediático de aquellos artistas que criticaban el modelo OT.
Que las bailarinas españolas deban dedicar toda una vida a prepararse primero en clásico, luego en contemporáneo, para finalmente trabajar (y agradecidas si lo consiguen) como submileuristas en las escasísimas, infraayudadas y malcontratadas compañías de ballet españolas, y luego el foco televisivo las ilumine porque van a enseñarle una coreografía a la estrella del reality show de turno, es triste. Y tiene difícil arreglo, por una razón muy simple: la High Cult apenas arrastra votos. Si Sabina se pone el dedo sobre la ceja, es fácil que subliminalmente convenza a algún gamberrete que sólo lee a Pérez Reverte y los católogos de motos; pero si lo hace Victor Ullate, ¿a cuántos puede arrastrar?.
Osea... Que el otro día los del reality show Fama llevaron a la que parece ser su estrella, una tal Lorena (la rubia, claro), a que Carmen Roche le diese una clasecita de ballet. Y luego Ana, mi hija, le enseñó una preciosa coreografía que ella misma baila en Cenicienta, y se fueron a bailarla con otros bailarines de la Compañía al plató del programa. Ay, mi niña...

Ese es el único amour fou que permanece incondicional: el que ofrecemos a nuestros hijos. ¿O es a nosotros mismos en ellos?
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