2008/06/30

La tentación vive al lado

Hace años, me empiezan a parecer muchos, me deshacía en contar a amigos y conocidos lo a gusto que me sentía por haber conseguido dejar de fumar, hacia enero del 2002. Tenía claro que lo que me costó fue la mejor inversión de mi vida.

Claro, que en realidad yo nunca en mi vida he hecho una inversión, al menos si atendemos al sentido estricto del término (comprar algo pensando en que el día de mañana se habrá revalorizado más que la inflación, y en consecuencia si la vendo haré negocio). Osea que esa lo tenía fácil para ser la mejor inversión: era la primera (creo que 50.000 pesetas a unos brujos hospitalarios que tenían una maquinina que hacía ping), y la única.


Y me paro a pensar, y me digo... ¿Pero tan a gusto me sentía? Llegué a poner 14 kilos (se dice pronto), que dudo que llegue a devolver a la entropía energética algún día; tardé casi un año en normalizar mi capacidad para la escritura (es decir, la capacidad de concentración para escribir algo más que lo impuesto por las circunstancias, osea mecánicamente); me hice adicto a los chiclés, yo que los había odiado toda la vida, y encima a unos muy especiales, que sólo venden en el Lidl y que creo que me han fracturado ya (tienen una cáscara durísima) varias muelas, lo que (sumando chicles y dentista) reduce bastante el ahorro conseguido por dejar de comprar tabaco. Y adquirí los malos y antisociales hábitos propios del ex-fumador (chistecitos, recomendaciones, críticas, quejas... contra la población irreductible).

Osea... ¿Seguro que ha valido la pena?

¿Se nota que llevo semanas con el gusanillo de volver a fumar?. Y sí, es cierto que con eso de que (como auguraba Gaviria hace nada menos que treinta años, tras su última incursión docente a California, invitado por John Friedmann) son fundamentalmente las mujeres las que sobreviven enganchadas al vicio, seguramente la tentación sea por eso más poderosa, casi bíblica. Pero tampoco las vamos a echar, ¿no?.


El eterno femenino... (ahora el padre Ibarrola, soldado de Cristo, me susurraría al oído, advirtiéndome con el gesto de que a continuación me llegaría una buena hostia, de esas de mano abierta: "humo, hijo mío, humo... las mujeres sólo son humo")

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